Desde que en verano de 2007 se percibieran los primeros síntomas de lo que luego se convertiría en la Gran Recesión (escrita ya así en mayúsculas por los científicos sociales, al modo de la Gran Depresión de 1930), los análisis de arranque del año sobre la posición y el papel a jugar por España en el mundo y en la UE se vienen conectando de forma ininterrumpida a adjetivos que evocan, sobre todo, turbulencias. 

Brexit. Es la muestra de  que el euroescepticismo puede alcanzar victorias tangibles  que supongan retrocesos o incluso el fracaso de la UE.

Pese a que esa constante dura ya un decenio, lo cierto es que los focos de la preocupación han ido variando bastante tanto en su contenido –económico o político– como en el ámbito y alcance: global, europeo o señaladamente español. Y así, lo que comenzó a mediados de 2007 como un problema bancario estadounidense, se contagió rápidamente al año siguiente en forma de crisis financiera mundial, transmutó en 2010 a una crisis de la deuda soberana en la Eurozona y llegó a su punto álgido para España en 2012 (cuando el país se convirtió en un objeto de preocupación internacional de primer orden). A partir de ahí ha dejado sentir sobre todo sus efectos políticos en forma de auge populista y reacciones contra la globalización y la integración europea. 

Un cambio de rumbo para el mundo 

El año pasado, en un clima de relativa estabilidad económica e incluso de sólido crecimiento en el caso español, una mayoría de ciudadanos en Estados Unidos y Reino Unido, los dos países que al fin y al cabo fundaron el orden internacional liberal vigente, decidieron apostar por un cambio de rumbo de consecuencias todavía desconocidas. No es sólo que la salida del Reino Unido de la UE reduzca de manera importante el tamaño del mercado interior o erosione las capacidades diplomáticas y militares europeas (que sólo eso ya sería grave). Y no es sólo que el programa del nuevo presidente norteamericano suponga un freno al libre comercio y lleve a replantear la forma en la que hoy se provee la seguridad occidental (que también). Lo que sucede es que los efectos indirectos de ambos acontecimientos ponen en cuestión la manera en la que hasta ahora se ha conectado España con el exterior. En efecto, el resultado del referéndum británico es la muestra palpable de que el euroescepticismo tiene fuerza suficiente para ir más allá de la contestación o el freno al proceso de integración; pues puede llegar a alcanzar victorias tangibles que supongan retrocesos o incluso el fracaso de la UE, con todo lo que eso puede suponer. 

Por lo que respecta a la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, lo que está en juego es todavía más: todo el andamiaje intelectual y diplomático de las relaciones internacionales contemporáneas basado en el multilateralismo, el libre comercio, la condena a los nacionalismos o el rechazo a la confrontación para resolver las controversias. Si la primera potencia mundial apuesta por el roteccionismo, la afirmación de la soberanía o el aislamiento frente a los flujos de personas y de ideas, no es difícil pensar la influencia funesta que eso puede tener en el pensamiento económico y político de los próximos años por todo el planeta. 

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España ante los retos globales 

¿Cómo puede y debe reaccionar España ante este panorama? Desde luego, con preocupación y en estado de alerta, pero sin dramatismo. Por un lado, porque hay sólidos motivos para prever que la peor de las alternativas antes mencionadas no se consumarán y, por el otro, porque incluso en este escenario de gran incertidumbre, existen oportunidades que pueden y deben ser aprovechadas. 

Riesgos. El andamiaje intelectual y diplomático de las relaciones internacionales contemporáneas está en juego.

Aunque es evidente que la capacidad de nuestro país para gestionar los riesgos resulta limitada, también es cierto que existe un importante margen para afrontarlos de forma más robusta. Por supuesto, gran parte de esas actuaciones deben jugarse en el nivel de la propia UE, donde la influencia española sigue estando muy por debajo de su pleno potencial, pero otras muchas deben desempeñarse en otros ámbitos, en los que también hay demanda de más España. Y esto hace referencia a aquellos espacios regionales donde España aspira a ejercer protagonismo (Iberoamérica o el Mediterráneo), en los foros globales en los que tratar de afirmarse como potencia media y, sobre todo, desarrollando reformas dentro de nuestras fronteras para fortalecer nuestra seguridad, la conexión de nuestra economía con el exterior, la proyección cultural o científica o la aportación a la provisión de bienes públicos globales. 

 ¿Qué esperar a corto plazo?

De todos modos, y aunque está claro que 2017 no será un año fácil, tampoco será tan trascendental como puede parecer en una primera mirada. A corto plazo, y salvo que la agresividad de la nueva administración estadounidense acelere desarrollos que ahora tan solo se apuntan o provoque conflictos que pongan súbitamente en riesgo la paz internacional (con más probabilidad en Asia Oriental y Oriente Próximo), lo más posible es que el resto del mundo se conceda un tiempo para digerir al nuevo Presidente con la esperanza de que los constreñimientos institucionales o la mera realidad le atemperen. Es más, la coyuntura económica marca tendencias positivas: 

  1. El precio del petróleo ha subido, pero sigue en cotas moderadas y los anuncios de estímulos por la Casa Blanca (rebaja de impuestos, desregulación o plan ambicioso de infraestructuras) empujarán el crecimiento internacional. 
  2. Todo apunta a que en Europa se vivirá también un año de transición, ya que la primera mitad vendrá marcada por las escaramuzas previas a la negociación con Londres y por el clima electoral (en Francia y Alemania, pero también en Países Bajos y otros pasos donde puede haber adelantos), de forma que no será hasta el otoño cuando puedan esperarse novedades políticas relevantes en el continente que obliguen a España a posicionarse. 
  3. Por supuesto, una victoria de Le Pen en las presidenciales francesas supondría una bomba en la línea de flotación de la UE incluso superior al Brexit, pero ese escenario es muy difícil si se consideran los sondeos y las características del sistema electoral francés. 

¿Qué esperar a largo plazo? 

El panorama será distinto a medio y largo plazo. Incluso descartando los peores escenarios, es muy probable que las medidas de Trump provoquen un aumento del endeudamiento y subidas de tipo de interés que supongan nuevas dificultades crediticias internacionales. Además, está claro que las organizaciones y foros financieros multilaterales perderán capacidad de moldear la gestión de los flujos financieros o de coordinar las políticas económicas. 

Por otro lado, el enrarecimiento de la relación comercial, interpersonal y diplomática con China, México o varios países musulmanes tiene relevancia suficiente como para dañar el clima económico y político de sus respectivas regiones. El vínculo transatlántico tampoco afronta años positivos, aunque no hay que dar todavía completamente por muerto el Tratato Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP) y no está nada claro cómo se va a implementar el deseo expresado por Washington de mejorar la relación con Rusia o de revisar el esfuerzo en la OTAN y obligar a los aliados a gastar más en defensa (algo que puede coincidir con la fase más complicada de la gestión de la retirada británica). 

Los retos del 2017 

Es obvio que Europa en general, y España en particular, se juegan muchísimo en todos esos desarrollos. Abordarlos con relativa fortaleza depende de factores que en la mayor parte de los casos son ajenos, a saber: 

  • Cuán robusto y europeísta será el nuevo eje París-Berlín que surja de las elecciones. 
  • Cuál será la fuerza de los partidos eurófobos (que más bien han reducido su apoyo desde el referéndum en Reino Unido). 
  • Hasta qué punto podrán resistir las frágiles economías italiana y griega. 
  • Cómo evolucionará la crisis de los refugiados. 
  • En qué medida seguirá deteriorándose el Estado de Derecho en los países miembros orientales.

EE.UU. Si la primera potencia apuesta por el proteccionismo, no es difícil pensar la influencia funesta en el pensamiento económico y político de los próximos años.

En este contexto tan complicado, que puede resumirse en la necesidad de que la UE permanezca unida y fiel a sus principios, resulta interesante mirar finalmente al papel de España. Son varios los motivos que subrayan ese interés. Primeramente, porque, por su ubicación geográfica y otros factores económicos o vinculados a su seguridad, es especialmente sensible a un empeoramiento del clima financiero y comercial global, a un desenlace hostil del Brexit, a un deterioro de la situación en América Latina o en el mundo árabe, y a una disminución radical del compromiso militar estadounidense. En segundo lugar, porque, en comparación con la mayor parte de sus socios, sus perspectivas de crecimiento son sólidas y el horizonte político relativamente estable. 

Y tercero porque, después de todo un año de interinidad gubernamental que se suma a un largo periodo de pérdida de peso exterior, España está especialmente obligada a recuperar presencia en la toma de decisiones. 

Es decir, se dan las condiciones para tomar en serio la agenda internacional porque, más allá de la voluntad declarada por parte del nuevo Gobierno, se aúna la relevancia objetiva que esta tiene sobre grandes prioridades estratégicas internas y unas buenas circunstancias económicas e institucionales (aún con las dificultades que puedan derivarse del proceso soberanista catalán o de una relación Gobierno-Parlamento más complicada de lo que ha sido habitual en los últimos 35 años). 

De la reacción a la acción 

Y no se trata solo de reaccionar a los grandes desafíos del momento, ya sea los que se precipitaron en 2016 o los que existían desde tiempo atrás: como la amenaza terrorista, la deficiente gobernanza del euro, la falta de estabilidad y paz en muchos países del vecindario, el control e integración de los flujos migratorios o la lucha contra el cambio climático. Se trata también de adoptar una actitud proactiva que sea capaz de identificar oportunidades. Por un lado, para la UE, seguramente en forma de una política exterior y de seguridad común más robusta o de una relegitimación del proceso de integración. Y por otro lado para la misma España, que aspira a afirmarse como potencia media, comprometida con unos valores y capaz de promover mejor sus intereses y sus ideas en el exterior.


Ignacio Molina
Ignacio Molina

Investigador principal del Real Instituto Elcano

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